Hace unos días, dando un paseo por el “Parque Grande, José Antonio Labordeta”, fui a visitar el estanque de los nenúfares, junto a la fuente que iluminan los días de fiesta. Ese pequeño aljibe que pasa desapercibido la mayor parte del año, y que, sin embargo, está lleno de vida para quien lo quiera ver. La flor de nenúfar, siempre me ha llamado mucho la atención; flores mantenidas en una suave calma de unas aguas embarradas, y al mismo tiempo, traslúcidas que dejan ver lo más profundo.
Los nenúfares, tal vez, carezcan de perfume y colores destellantes, tal vez, no formen ramilletes delicados; pero son capaces de realizar la tarea más difícil y más protectora para la naturaleza, purifican las aguas para dar vida a la fauna y flora que habitan en el lago de una manera generosa, dulce y tierna, sin pedir nada a cambio. Ofreciendo belleza y calma tras emerger de la oscuridad más profunda.
Claude Monet, entre 1898 y 1926, pintó una serie denominada Nenúfares, basándose en los nenúfares que crecían en el estanque de su casa de Giverny donde vivió a partir de la década de los ochenta y hasta el momento de su muerte.
El artista construyó en el jardín de su casa un estanque, donde crecían los nenúfares y un puente de estilo japonés. La serie los nenúfares se realizó durante la última etapa de la vida del artista y a causa de las cataratas en sus ojos que padecía, consiguió encontrar nuevas formas de capturar el instante como fenómeno lumínico, la densidad de la experiencia interior, como si el espejo de agua sobre el que flotan los nenúfares fuera también el espejo de las propias figuraciones del alma en busca de quietud.
La idea Monet era realizar las pinturas en paneles alargados de 220 cm de alto y 600 cm de ancho, y que fueran instalados en una estancia circular de modo que el espectador pudiera observar la evolución de estas preciosas plantas acuáticas en diversos momentos del día y sobre todo los cambios producidos por el paso de las estaciones. Monet en sus pinturas de nenúfares, pretendía crear una ilusión de estar inmerso en las diferentes escenas que representaban aquellos inmensos cuadros. Que el visitante encontrara en un inmenso lago, sin horizonte ni orilla, que le trasladarse a un refugio de meditación y paz interior.
A mí, los nenúfares me recuerdan el efecto que produce en nuestra mente la meditación. Eliges un lugar tranquilo, apartado del ruido, te sientas en una postura que te resulte cómoda, te relajas y cierras los ojos. Te centras en tu respiración, cómo el aire entra y sale lentamente por tu nariz. En tus fosas nasales, la sensación que produce el aire al entrar y al salir, la diferencia de temperatura, la corriente que generas en el interior de tu cuerpo. Cómo entra el aire en tus pulmones hasta llenarlos completamente y haciendo que el diafragma desplace suavemente el abdomen. Tras unos minutos inhalando e exhalado, tu cuerpo y tu mente se relajan, entras en un estado de quietud. Un estado donde encuentras una auténtica ciénaga de pensamiento, que te nubla la mente y te hace tener la sensación de no encontrar un solo momento de tranquilidad. Poco a poco, tu respiración se hace imperceptible, cada vez entra el aire por la nariz de una forma más suave y tu pecho casi ni se mueve. Los pensamientos se separan unos de otros, formando piezas de un puzle que puedes reconocer y dejar ir, quedándote en clama, dejando pasar el tiempo y sin esperar nada, solamente contemplando tu paz interior.
Una paz transformadora de emociones, una paz que te ayuda a reencontrarte contigo mismo y tener la energía suficiente para poder encontrar el modo y la forma de solucionar aquello que te preocupa. La meditación, como los nenúfares, representa la magia y la belleza que tenemos en nuestro interior. Como decía el libanés Kahlil Gibran «la apariencia de las cosas cambia según las emociones, y por eso vemos magia y belleza en ellas, mientras que la magia y la belleza están en realidad dentro de nosotros mismos».