Hoy tengo tiempo, y aunque mi plan inicial era ir a una conferencia, he decido aprovechar el viaje e ir a ver la exposición “Goya sin límites. Las pinturas negras” que está en el auditorio del IAACC Pablo Serrano. Entro en una habitación oscura, cuatro paredes y un silencio expectante. Los visitantes estamos dispersos por la habitación, no tenemos muy claro como colocarnos, nadie nos da una pequeña pista de hacia dónde debemos mirar. Sin saberlo, estamos en la “Quinta del Sordo” esperando a que se nos muestren las luces y las sombras que quizás todos tengamos en nuestro interior en el momento en que se acerca el final.
De repente, unos círculos proyectados en el suelo, nos indican a cada uno nuestro lugar. Nuestros cuerpos en posición y un inquietante silencio. La puerta se cierra y la “Quinta del Sordo” se nos muestra ante nosotros. Nos olvidamos de que el palacete está a orillas del río Manzanares, cerca del puente de Segovia y que tiene vistas a la pradera de San Isidro. Estamos en su interior, de repente las paredes se desvanecen, solo hay oscuridad. Los colores cromados se hacen visibles y el ambiente se hace más lúgubre, si cabe. En un mismo espacio las pinturas al óleo y nosotros. Mejor dicho, la visión de Goya y nosotros.
Nos encontramos frente a frente con Goya y sus más profundos delirios. El aire se vuelve denso, una voz penetrante nos presenta a “Saturno devorando a un hijo”, simbolizando al Dios del tiempo que devora a las personas. Un Goya tétrico y oscuro que ve como se pasa el tiempo sin poder hacer nada. Mostrándonos la vulnerabilidad del ser humano más encarnizada y frágil ante un espacio tiempo que nos engulle, sin poder reaccionar, entre sus garras.
El sonido nos guía hacía la siguiente pared, sobre un celaje que se ha vuelto terroso y desértico, sin vida, aparecen dos españoles que se están peleando a garrotazos. Hundidos hasta las rodillas, representan una lucha estática. El “Duelo a garrotazos” simbolizando la eterna disputa entre las dos Españas. La que quiere evolucionar y la más postergada.
De repente una voz a nuestra espalda, hace que nos volvamos hacia atrás. Se nos muestra entre oscuros y ocres de nuevo un mundo trágico. Seres deformes, simples muecas de expresión, el feísmo. Brujas y un personaje fantasmagórico que flota en el aire, el macho cabrío, y a la derecha una mujer de luto, que observa. “El Aquelarre” muestra la genialidad de Goya, adelantándose a su tiempo, mediante dramatismo expresionista y tintas negras.
Hacia la derecha, la siguiente escena, se nos descubre “La Romería de San Isidro” situándola en tiempos de la invasión francesa. Mostrándonos una oscura pintura y unos siniestros romeros que no parecen estar de celebración sino embargados por la desesperación y el espanto. Dejando en el pasado los tiempos de “La pradera de San Isidro”. Inmediatamente volvemos a girar noventa grados en nuestra misma posición. Aparece ante nosotros “Una manola: Leocadia Zorrilla”, mostrándonos una visión pesimista de la mujer.
En un desorden previsto, el sonido de la voz nos hace volvernos de nuevo hacia nuestra izquierda. La vejez representada por “Los viejos comiendo”. Goya se burla de la vejez, una vejez que le impide seguir adelante. Los personajes son tan famélicos que se muestran calaveras esperando su propia muerte. Acto seguido nos giramos ciento ochenta grados y se nos muestra “El perro semihundido”. Simbolizando al ser humano hundido, hasta el cuello sobre lo que se acerca. El perro está asustado, ve como inevitablemente se acerca la muerte, el sufrimiento y dolor.
Salgo de la sala o quizás de la “Quinta del Sordo”, quien sabe. Tengo la sensación que durante media hora se ha entrecruzado la geometría del arte, los ángulos de la vida, las alternancias de los miedos y los sinsabores la vida misma en la visión de Goya, en Aragón, en Zaragoza.
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