Frida Khalo

Frida Kahlo, a través de su realidad

Frida Kahlo naciste en tierra de grandes montañas y nopales. Te adelantaste tres años a la Revolución Azteca, vaticinando una nueva era donde los derechos se universalizaron y el sentimiento de pertenencia se nacionalizó. Rebosabas libertad y seguridad, tenías espíritu inquieto, nunca te conformabas con un plan preestablecido, incluso cuando el destino te quiso imponer su voluntad, fuiste capaz de sorprender a tu propia vida.

Enfermaste de poliomielitis quedando afectada tu pierna derecha e idéntico pie. Quizás, tú mismo cuerpo quería frenarte, de algún modo te tenías que parar, aprender a ver lo que llevabas dentro para luego compartirlo con el resto de la humanidad. Posiblemente, estabas tan enfocada en el mundo exterior que ni tú misma podías saber lo que llevabas en tu interior. Durante los primeros años, intentabas esconder tus desiguales piernas bajo pantalones y faldas mexicanas. El apodo “Frida, la coja” te lastimaba en lo más profundo de tu ser, te dolía que sólo vieran lo evidente, lo superficial. Tú sabías que tu cuerpo solamente era un instrumento, un medio de transporte, algo externo a ti para poder relacionarte en este mundo. Eras sabedora que tu esencia, tu ser estaba intacto y supiste sacarle partido a tu diferencia. Conseguiste que todo el mundo dejara de ver una imperfección para descubrir en ti algo diferente, algo exótico.

En tu juventud, tus ganas de cambiar el mundo te empujaban a ver la vida de otro color, a probar e investigar. Te movías en espacios de libertad, no te ponías trabas, te sabías entregar a cualquier vivencia sin perjuicios, sin límites. Sabías ver en el interior de quien tenías al lado, no veías libídine sino espíritu, conexión entre dos conciencias.

¿Cuánta pasión tenías en tu interior? Una pasión dormida que ni tú misma sabías que tenías,   tuviste que quedar postrada en una cama para poder sacar al exterior todo lo que llevabas dentro, tus sentimientos, tu realidad. Sentiste la necesidad de pintar para matar el tiempo, le pediste prestado a tu padre su caja de colores al óleo, sus pinceles que tenía dentro de una copa vieja y su paleta, que guardaba en un rincón de su taller de fotografía. Comenzaste pintando tu propio corsé de escayola pero pronto se te quedó pequeño. Tu madre mandó hacerte una especie de caballete, que en realidad era un aparato especial para acoplarse a la cama, porque tu armadura de yeso no te permitía incorporarte. Se cubrió tu cama con un baldaquín en cuyo lado inferior se colgó un espejo, de modo que podías verte a ti misma y servirte de modelo. Volviste a ganar la partida al destino, sin saber cómo conseguiste sacar tus sentimientos a la luz.

Calificaron tu arte de surrealista, tú siempre decías “Yo no pinto sueños… Pinto mi realidad”. A través de un lienzo y tus pinceladas fuiste capaz de crear y transformar tu visión de la realidad. La pintura para ti era el modo de poder hacer lo que te diera la gana bajo la apariencia de la locura.  Te daba la posibilidad de aderezar las flores todos los días, de pintar el dolor, el amor y la ternura, de reírte con libertad de otros, pero sobre todo, te reírte de ti misma. Tu gran locura fue construir tu propio mundo para compartirlo con todo aquel que quisiera ver la vida de otra forma.

Renunciaste a tu propio dolor físico y emocional a través de la pintura y decidiste transmutarlos en  alegría, amor, creatividad y pasión en tu vida. Quisiste diferenciar entre lo que sentías y habías decidido vivir, elegiste luchar por sus sueños, por la felicidad, por el amor. Conseguiste mantenerte de pie ante cualquier adversidad, simplemente sublimaste tu vida a través de tu arte y cumpliste tu sueño exponiendo tu obra en la ciudad de México en 1953.

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