La exótica isla de «El País de las Palmeras Altas» se encuentra en el algún lugar del Océano Atlántico. Entre el inmenso piélago de aguas azules surgía una gran isla de palmeras y cocoteros. Sus extraños pobladores, o quizás no tanto, se distinguían por su gran hermosura, tenían el cabello negro azabache, su tez tostada como el café y sus ojos del color aceituna; pero también llamaban la atención por tener una estatura minúscula. Sus casas eran pequeñas, de madera, pegadas unas a otras y pintadas de diferentes colores. Su única labor a lo largo del día consistía en recolectar cocos, pues ese fruto y su deliciosa agua era su único alimento.
Debido a su pequeña altura debían trabajar todos juntos para conseguir trepar por el tronco de las palmeras y poder recolectar el mayor número de cocos en una jornada. Para ello, se dividían el trabajo de forma que cada uno tuviera una tarea determinada. Unos se encargaban de trepar por los troncos de las palmeras; otros de recoger los cocos que caían a gran velocidad al suelo y otros de abrir y cortar los cocos para prepararlos para comer y beber su leche. Entre los habitantes de la isla de «El País de las Palmeras Altas» reinaba la armonía y la felicidad de tener una vida sencilla y sin complicaciones. Los días transcurrían aplaciblemente entre el trabajo de recolectar los cocoteros y la tranquilidad de tener todas sus necesidades cubiertas gracias a generosidad de la madre naturaleza.
Pero un día, sucedió un extraño acontecimiento, o quizás no tanto, en «El País de las Palmeras Altas». El insólito suceso fue el nacimiento de un pequeño gran bebé. Era una pequeña hermosa, rolliza y macuca criatura, que llenó de alegría a todos los habitantes de aquella gran isla. Todos los habitantes de la isla cuidaban del pequeño gran bebé. Entre cuatro le cosían sus pequeña gran ropita, sus pañales, sus camisitas y sus pantaloncitos. Entre dos le vestían y le alimentaba con leche y papilla de coco. Nada le podía faltar al insólito nuevo habitante de aquella isla. Pasado el tiempo, el pequeño retoño se convirtió en un joven gigante y ya no necesitaba tanta ayuda de nadie.
Dado la diferencia de estatura que había entre el joven gigante y el resto de habitantes de «El País de las Palmeras Altas», el inmaduro muchacho se sentía muy fuerte y poderoso. Sin ninguna dificultad conseguía llegar a la parte alta de las palmeras donde se encontraban los cocos. El joven gigante los tomaba, comía y bebía a su antojo sin pensar en el resto. Cuando se sentía satisfecho, los iba acumulando en su lugar secreto. Era muy egoísta, solo pensaba en él mismo sin preocupase por nadie.
Mientras tanto, los pequeños habitantes de la isla comenzaron a pasar hambre y sed. No tenían suficientes cocos para alimentarse. Se reunieron para ir todos juntos a hablar con el joven gigante. Pretendían explicarle que su pueblo siempre había trabajado en cooperación y que todos trabajaban para un bien común como era la subsistencia de todos ellos incluido él mismo. Pero que su comportamiento en los últimos tiempos amenazaba la estabilidad de todos y como consecuencia se sentían agotados y sin fuerzas.
Pero el joven gigante no quiso atender las demandas de sus pequeños vecinos y siguió almacenando cocos y quitándole la oportunidad al resto de poder alimentarse. Muchos emigraron y otros se abandonaron a la tristeza hasta desaparecer de este mundo. Pasaron los años y el gigante de la isla de «El País de las Palmeras Altas» se quedó solo acumulando montañas de cocos que no se podía comer. Se siente solo y no tiene con quien conversar ni quien le haga compañía. Ahora comprende que era bueno ayudar y compartir los cocos con el resto de habitantes de aquella gran isla de Océano Atlántico.
hermoso relato Silvia, una frondosa imaginación y gran creatividad para contarnos una lección de humanidad.